jueves, 13 de agosto de 2009

RELATO - PARA QUE SIRVEN LOS PARQUES INFANTILES

Por Jose Ramon Campoamor Urendes

Siempre pensé que un momento así transcurriría en una oscura y ventosa tarde de otoño, con el cielo gris amenazando lluvia, pero no, era mediodía de uno de los días más calurosos del verano. Por eso el parque infantil estaba desierto, bueno, por eso y porque era casi hora de comer. Sabia que de forma semiinconsciente mis pasos me traerían aquí, y así fue. Trate de acomodarme como pude bajo la sombra del único árbol que había en el parque. Bajo sus hojas la temperatura era más agradable, así que me senté en el suelo, deje a un lado el periódico que llevaba, apoyé la espalda en el tronco y cerré los ojos.

El parque infantil ya no era el parque infantil que conocimos. Si, seguía habiendo columpios y un tobogán, pero no eran nuestros columpios ni nuestro tobogán. Son columpios para niños de ciudad que vienen los fines de semana y juegan a las videoconsolas. Son columpios enclenques que no hubieran aguantado ni uno solo de los asaltos, batallas, abordajes, conquistas y viajes que tuvieron lugar en aquel mismo parque infantil, hace ya unos cuantos años.

Eramos una banda terrible, Mario, Salva, Javi y Quiquín, que según tengo entendido hoy dia es Don Enrique, notario nada menos. ¡Quien se lo iba a decir a Quiquín! Con lo liante que era cuando eramos pequeños. Pintasen como pintasen las cosas, Quiquín acababa saliendose con la suya y siempre terminábamos jugando a lo que el quería.

Recuerdo todas y cada una de las caídas que he tenido en este parque. Ahí justo debajo de los columpios me deje una rodilla completamente pelada por intentar saltar más lejos que nadie. El mejor era Mario. Parecía que había nacido sin miedo en el cuerpo y nunca pensaba las cosas dos veces. Cogía todo el impulso que podía balanceando el columpio y se soltaba en un vuelo estratosférico, para aterrizar unos metros mas allá del columpio. Se levantaba y se sacudía el polvo del pantalón como diciendo “Ahi queda eso, el que pueda superarlo que lo intente”. Esa tarde lo intenté y además del golpe en la rodilla me llevé un buen par de bofetadas de mi madre.

También jugábamos al “guá”. Llevábamos nuestras canicas que guardábamos como tesoros y contábamos una y otra vez, como un avaro, repasando sus beneficios. El suelo, antes, no tenia esa mullida alfombra de caucho y podíamos excavar huecos en el suelo a patadas usando la parte trasera del tacón de los zapatos. Un día se me rompió el tacón del zapato haciendo un “guá” y no me di cuenta hasta que llegue a casa y mi madre, sin mediar palabra, me dio una de sus famosas bofetadas. Inmediatamente miré mi ropa, y caí en la cuenta del zapato. No hacían falta más explicaciones.

Ahora el parque me parece mucho mas pequeño a pesar de que no han variado sus dimensiones. Apenas me bastarían unas zancadas para recorrerlo de lado a lado. En aquella época era lo suficientemente grande como para mantenernos corriendo unas cuantas horas. Si no querías jugar con los demás o te enfadabas con alguno de los chicos, bastaba con marcharse al otro extremo. Al exilio, allá, bien lejos, para que todo el mundo viera que estabas enfadado.

Era imposible que no recordase hoy a Mario. Inquieto, como un rabo de lagartija. Ha sido inevitable que me viniera a la memoria aquella tarde en la que solo alcanzamos a oir “!Escuchad, escuchad! ¡Me quereis hacer caso!”. Apenas pudimos oir la ultima palabra. Todos miramos hacia la pequeña baranda metálica que hacia las funciones de respaldo para los que se sentaban en el poyo de piedra y que separaba el parque de la calle de abajo, cuatro o cinco metros por debajo del nivel del parque. Solo alcanzamos a ver los pies de Mario en el aire. Todos sentimos como el tiempo se detenia y todo trasncurria despacio para que no perdieramos detalle, pero sin posibilidad de vuelta atrás. Salimos corriendo hacia la baranda y vimos a Mario tirado en el suelo, en una postura imposible. Ninguno de nosotros lloramos. Solo nos mirábamos como si hubieramos visto algo que los niños no deben ver.

Pasó mucho tiempo hasta que volvimos al parque infantil. De golpe, mientras Mario caía por la baranda dejamos de ser niños. Creo que solo volvimos al parque infantil alguna noche a escondidas a fumar un cigarrillo.

Era inevitable que viniera, Javier. Nuestros hijos hoy día no son capaces de comprender que ha sido para nosotros este parque infantil. Bueno, no este de mentiras, sino el nuestro. Con el paso de los años te das cuenta de que todo sigue siendo como cuando jugábamos en el parque infantil. Hay quien te hace bajar del columpio para subir él, hay quien empuja y hay con quien compartes la vida y la muerte.

Llevábamos tiempo sin vernos, pero sabes que todos estábamos pendientes unos de otros y nos manteníamos informados a través de los demás. Nunca me lo hubiera imaginado cuando esta mañana, como tantas otras oí las campanas tocar a muerto. “Es un hombre” me gritó mi mujer desde la cocina. Si, es un hombre. Después, en el mercado me enteré de que te había dado un infarto y habías caído de forma fulminante, como Mario.

Por eso no he podido evitar venir aquí después de despedirte en el cementerio, este es el único sitio donde podríamos volver a reunirnos todos. Esperaba encontrarme a alguno de los demás, no es tarde quizá dentro de un rato aparezca alguno.

La gente no sabe que los parques infantiles son para llorar a los niños que se marchan antes de tiempo.

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